“Cuando los padres envejecen: un acto de amor que trasciende el tiempo”
- Ale Diener

- 29 jun
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El paso del tiempo no perdona. Un día, los que fueron nuestros gigantes se encogen; sus pasos se hacen lentos, su voz más suave, su memoria más frágil. Nuestros padres —aquellos que nos enseñaron a caminar, a rezar, a levantarnos cuando caíamos— comienzan a necesitar de nuestras manos, de nuestra paciencia, de nuestro amor. Es entonces cuando el mandamiento de honrar a padre y madre adquiere su expresión más honda, no como una obligación, sino como una respuesta de amor a Dios.
Cuidar a nuestros padres cuando envejecen es tocar la carne de Cristo sufriente. Es mirar en sus ojos cansados el reflejo del Evangelio vivo. En un mundo que idolatra la juventud y desecha la fragilidad, nosotros, como cristianos, estamos llamados a hacer lo contrario: abrazar la vulnerabilidad, sostener al que se debilita, lavar los pies del que ya no puede andar. Y hacerlo no por nostalgia ni por culpa, sino por amor. Por amor a Dios, que nos amó primero, y por gratitud a quienes nos dieron la vida.
El envejecimiento de los padres no es una tragedia, es una oportunidad. Es el tiempo sagrado en que podemos devolver un poco de lo mucho que hemos recibido. Es también un recordatorio de que todo es pasajero, y que solo el amor permanece. Cuando los cuidamos, cuando los acompañamos hasta el umbral del cielo, estamos sembrando eternidad.




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