El duelo silenciado que nos humaniza
- Ale Diener

- 7 oct
- 3 Min. de lectura
Hablar de la pérdida de un hijo antes de nacer sigue siendo, para muchas familias, un tabú que hiere tanto como la pérdida misma. En un mundo que mide el valor de la vida según su productividad, detenerse a llorar a quien no llegó a respirar parece, para algunos, un exceso. Pero no hay nada más profundamente humano que el duelo. Y no hay nada más urgente que devolverle dignidad a quienes sufren en silencio.
Hace veinticinco años, el Instituto IRMA comenzó una labor pionera en México: acompañar a madres, padres y familias que enfrentaron pérdidas gestacionales, perinatales o neonatales. En aquel tiempo —cuando apenas se hablaba del tema en hospitales o medios— hablar del duelo era casi un acto de rebeldía. Hoy, gracias a esa perseverancia, algunos hospitales ya cuentan con protocolos y espacios de contención emocional. Sin embargo, la deuda sigue viva: demasiadas madres siguen escuchando frases como “eres joven, tendrás otro” o “no te encariñes, fue muy pronto”.
Desde la mirada personalista, cada vida —por breve que sea— tiene un valor absoluto. No es un “proyecto de persona”, sino una persona en sí misma, con un alma única e irrepetible. Por eso, reconocer el duelo de una pérdida gestacional no es un gesto simbólico: es un acto de justicia. Significa mirar a esa madre como sujeto de dignidad y no solo como paciente. Significa reconocer que el amor materno no depende de la duración del embarazo, sino del vínculo que nace con la certeza de haber amado.
La Organización Mundial de la Salud estima que más del 40 % de las muertes prenatales ocurren durante el parto y muchas podrían prevenirse. Es un dato devastador que nos obliga a mirar de frente a un sistema de salud que, en demasiadas ocasiones, se desentiende del dolor emocional. Como bien afirma Mari Carmen Alva, directora del Instituto IRMA, los protocolos médicos deben ir de la mano de la compasión. Porque sin humanidad, la medicina se convierte en mera técnica; y sin consuelo, el duelo se transforma en silencio.
En este aniversario, miro con gratitud mi propia experiencia dentro del Instituto IRMA. He tenido el privilegio de acompañar a mujeres y hombres no solo en duelos naturales, sino también en pérdidas gestacionales provocadas. Esa labor, profundamente edificante, me reveló una verdad que muchos prefieren ignorar.
Una precisión necesaria: desde IRMA (International Recovery and Miscarriage Association), entidad experta en acompañamiento postaborto, se ha valorado que es conveniente dejar atrás el concepto de “Síndrome Posaborto”. Consideran que utilizar ese término resulta una estrategia contraproducente, imprecisa y hasta confusa. El problema es mucho más agudo y completo que un síndrome: muere una persona en el vientre materno, lo que provoca un duelo único y difícil de elaborar, precisamente porque suele ser un duelo ignorado. Se trata de un duelo complicado, que, si no se acompaña adecuadamente, puede tornarse patológico y derivar en depresión o estrés postraumático.
He visto ese dolor en miradas vacías, en noches sin sueño, en mujeres que buscan sentido al vacío que creyeron poder borrar. Ninguna ideología ni discurso de libertad puede ocultar que el alma humana no olvida la vida que albergó.
Las familias que atraviesan estas pérdidas necesitan acompañamiento psicológico, sí, pero también una comunidad que no las juzgue. Necesitan una Iglesia que consuele, un Estado que reconozca y un entorno social que abrace. En un tiempo donde se banaliza la vida y se descarta lo frágil, recordar a los hijos que partieron antes de nacer es una forma de resistir: resistir al olvido, a la frialdad institucional, al desdén de una cultura que ha dejado de llorar.
El dolor de estas familias nos interpela a todos. Nos recuerda que la vida humana no se mide en semanas de gestación, sino en amor. Y que una sociedad verdaderamente humana no es la que evita el sufrimiento, sino la que se atreve a mirarlo de frente, acompañando con ternura a quien lo vive




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