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La Esperanza, motor de la transformación

Discurso de Monseñor Ramón Castro Castro. Presidente de la Conferencia Episcopal Mexicana. Obispo de Cuernavaca.


(Conferencia Red Familia)


Personalmente la conferencia de Mons. Castro Castro hizo que muchas de mis fibras fueran tocadas y me hiciera reflexionar sobre mi misión como católica y como mexicana. Hizo replantearme mis objetivos y los reordenara. Por ello transcribí a modo de parafraseo el discurso que pronunció en el encuentro de Red Familia, a fin de que más personas se sientan interpelados por Monseñor.


[…]

Y esta es la perspectiva de la que quiero hablarles. Esta es una introducción a tres puntos que deseo profundizar. La única perspectiva significativa de la Iglesia, hoy y siempre. La única perspectiva que abre el horizonte señalado por el Papa León XIV. La única verdaderamente necesaria, la que colma la sed del mundo. Esa respuesta es, precisamente, Él.


Estoy convencido de que los cambios que el mundo necesita hoy —y por supuesto también México— no pueden ser cosméticos. No pueden ser superficiales, ni de corto plazo, ni mucho menos engañosos. El mundo espera transformaciones profundas, en la dirección correcta. Esa dirección, para un hombre o una mujer de fe —para un grupo como ustedes, Red Familia— debe ser clara. Ustedes, hombres y mujeres rectos, formados, inteligentes, generosos y audaces, no se cierran a la trascendencia, sino que la integran, conjugando el libre albedrío humano con las mociones de Dios.


No se trata de ser mediocres, ni de mantenernos en la tibieza de compromisos a medias con la familia o con nuestra fe. El Papa lo dijo claramente: no podemos conformarnos con ser “medianitos”.

Discernimiento, purificación y reforma. Estas son las tres palabras clave que, en mi opinión, marcarán poco a poco el magisterio y el pontificado del Papa León XIV. Lo repito: discernimiento, purificación, reforma. El cambio de época ya llegó hace tiempo, pero tristemente, muchos de nosotros no estamos plenamente conscientes de ello. Este cambio ha sido tejido por avances científicos, técnicos y tecnológicos sin precedentes; por el dominio de las comunicaciones, la virtualidad, la inteligencia artificial, y por los intereses de personas y grupos con suficiente poder para aislarse del resto.


Este cambio de época trae consigo cosas positivas, sí, pero también está dejando muchos damnificados en el camino: los niños, los jóvenes, los ancianos, y por supuesto, la familia.

Para nosotros, este momento histórico debería ser una oportunidad para transformar, con inteligencia, nuestros conceptos, visiones, paradigmas, métodos, narrativas y modelos de vida. Eso es precisamente lo que el Papa Francisco intentó hacer durante doce años, y lo que ha sido valorado tanto dentro como fuera de la Iglesia.


Pero necesitamos ver, pensar, discernir y proyectar más allá de nuestras propias cajas autoreferenciales.


Esta autoreferencialidad es, en mi opinión, una de las principales causas del caos actual, de la enorme dificultad que tenemos para avanzar como pueblo, como humanidad, hacia algo que represente verdaderamente el bien común. Cada persona, cada familia, cada grupo, cada gremio, cada comunidad, cada región, cada gobierno, cada líder… se construye su propio mundo, se instala en él, y resiste todo lo que es distinto. Se atrinchera en sus propias narrativas, las impone como absolutas, y las eleva incluso al rango de derechos universales.


Pensemos, por ejemplo, en el feminismo radical. Lo que ocurre es que volvemos a recrear nuevas Torres de Babel. La humanidad de hoy —y México no es la excepción— es un conjunto de Torres de Babel tratando de convivir sanamente, sin lograrlo. Algunos pocos imponen sus proyectos sobre los demás, validándose con falacias, mentiras, discursos sin fundamento, y profundas contradicciones.


Así, vemos cómo se han cancelado las condiciones mínimas para el silencio, la escucha activa, el diálogo verdadero, la negociación en clave de ganar-ganar. Ya no hay disposición para ceder, para construir juntos algo mejor o más incluyente, algo que supere esos pequeños mundos en los que tantos viven atrapados.


En este escenario, los grandes devoran a los pequeños. Se intensifica un darwinismo social cada vez más feroz, nacido en la modernidad, alimentado por una tríada peligrosa: individualismo, subjetivismo y pensamiento débil, enmarcado en la era de la posverdad.


En este darwinismo, los más vulnerables —niños, jóvenes, ancianos, familias— se convierten en los eslabones más frágiles de la cadena de valor de los sistemas dominantes: capitalismo, liberalismo, neocapitalismo, neoliberalismo… e incluso ciertos socialismos y neosocialismos.


Esta parte es crucial: debemos hacer un diagnóstico honesto. Después vendrá un acto de contrición —un mea culpa— y, finalmente, una verdadera voluntad de construcción.


Debemos preguntarnos hasta qué punto nuestras acciones se han orientado e inspirado realmente en estas enseñanzas. Pero no de manera superficial, no sólo citándolas, sino viviéndolas a fondo. No basta un ejercicio hermenéutico que explique el Evangelio: hay que encarnarlo en el presente.


Con frecuencia, como Iglesia —y me incluyo como obispo—, al igual que muchos grupos que afirman inspirarse en la doctrina social de la Iglesia, realmente la desconocemos. Y en la práctica, nos quedamos en los títulos. A veces los usamos para revestir nuestros propios proyectos, pero en el fondo, no reflejan una auténtica vivencia del Evangelio. Son iniciativas que, lejos de sanar, terminan reforzando aquello mismo que queremos transformar.


Si conociéramos en profundidad el conjunto de principios de reflexión, criterios de juicio y directrices de acción de la doctrina social, y los integráramos como parte de nuestro pensamiento y acción, desde cada vocación, el mundo sería muy distinto. Tenemos en nuestras manos una herencia inmensa, hermosa, un verdadero tesoro.


Podríamos entonces generar nuevos proyectos y propuestas que respondan a la realidad actual en todos los ámbitos del quehacer humano: investigación, tecnología, políticas públicas, modelos económicos, sistemas de distribución de riqueza, consumo responsable... todo desde una sana antropología.

Podríamos aspirar también a desarrollar nuevos modelos educativos y culturales que estén realmente al servicio de la persona en su dimensión comunitaria. Entonces, podríamos constatar —con suficiente evidencia— la fecundidad de la doctrina social de la Iglesia. Y eso nos llevaría a ser profundamente agradecidos: con los pontífices, con el magisterio, y sobre todo con Dios, por darnos la posibilidad de ser cristianos auténticos en el mundo, pero sin pertenecer al mundo.


Tal vez la pereza mental, el pensamiento débil, la posmodernidad, la posverdad, el relativismo —en sus vertientes gnoseológica, ética, jurídica y cultural—, la hipermodernidad, el postcolonialismo, junto con un pragmatismo cortoplacista, una razón instrumental y un utilitarismo que cosifica al ser humano… tal vez todos estos elementos se han infiltrado silenciosamente en las filas de muchos dentro de la Iglesia.


Se han infiltrado incluso en grupos que afirman inspirarse en la doctrina social, pero al hacerlo desde esas categorías distorsionadas, dicha doctrina pierde su fecundidad y deja de dar los frutos que podría dar.

En medio de todo este panorama, como ya señalé antes, las familias y sus miembros —especialmente los más vulnerables— terminan en la pobreza o en la miseria. Viven sin oportunidades, con sufrimiento, en condiciones indignas para el ser humano. Se degrada su dignidad, su humanidad. Y al final, son ellos quienes pagan los platos rotos de un sistema ideológico, social, económico y político instaurado por los fuertes de este mundo.


Ese sistema de desarrollo economicista absorbe a los débiles, a los pobres, a quienes nacen en desventaja, a quienes sufren calamidades o desastres, a los desempleados, a los migrantes, a los pueblos indígenas, a la casa común, a los ancianos —que por razones evidentes ya no son productivos—, a las personas con discapacidad, a los analfabetas digitales… a todos aquellos que el Papa Francisco ha llamado los descartables, los desechables de este mundo.


Y veo que, muchas veces, no hemos sido coherentes entre los diagnósticos que hacemos sobre la familia en México y las respuestas locales, regionales o nacionales que proponemos. Nuestros métodos, nuestras metas, nuestras estrategias parecen demostrar que no queremos realmente transformar el mundo, sino apenas dar un testimonio tibio, superficial, de lo que imaginamos como cristianismo.


Me atrevo a decir que parte de la mediocridad que nos envuelve radica en perseguir metas únicas, como si los problemas no fueran multicausales. Buscamos objetivos livianos, de corto alcance, locales, testimoniales... y, en el fondo, renunciamos a transformar la realidad.

El Evangelii nuntiandi nos recuerda que el Evangelio transforma la realidad con su fuerza. Por eso me resulta tan significativo lo que afirma el Papa León XIV cuando nos llama a no ceder ante la mediocridad.

Vivimos en un mundo con sistemas educativos mediocres, con políticos y gobernantes mediocres, con historias que reflejan una caquistocracia —el gobierno de los peores—; con información mediocre o falsa circulando por redes sociales, con modelos de liderazgo y de entretenimiento igualmente mediocres; con instituciones locales, nacionales e internacionales que funcionan de forma mediocre, y con una alarmante falta de sentido crítico y de imaginación creativa.


Todo esto surge desde una antropología dominante, individualista y materialista. Y ante este panorama, hermanos y hermanas, nosotros no podemos ceder a la mediocridad.


Pasemos ahora al tercer punto: las razones para la esperanza.

No es exclusivo del cristianismo creer en la utopía, ni en que el amor es el motor de la historia. Albert Einstein —además de ser un gran científico, fue también un pensador profundo— expresó:


“Si un día tienes que elegir entre el mundo y el amor, recuerda: si eliges el mundo, quedarás sin amor; pero si eliges el amor, con él conquistarás el mundo”.


Dijo también: “El motor que mueve el universo es el amor”.

El teólogo español Andrés Torres, en su libro Esperanza a pesar del mal, sostiene que, bíblicamente, a la creación no le sigue directamente la caída y el castigo divino por el pecado. Esa es una interpretación literalista de la Biblia que ha prevalecido durante mucho tiempo y que, tristemente, desfigura el rostro de Dios. En realidad, a la creación le sigue el despliegue de la humanidad hacia su plenitud. Es ahí donde comienza la historia: una única historia humana, en la que Dios y el ser humano trabajan juntos para llevarla a su culmen en Cristo Jesús.


Lo repito, porque es motivo profundo de esperanza: Dios y el ser humano trabajan juntos para llevar la historia a su plenitud. El tiempo que vivimos no debe entenderse como una caída desde un paraíso, ni como una prueba arbitraria impuesta por Dios para luego premiar o castigar. Es, más bien, la condición misma de posibilidad de nuestra existencia finita.


El mal, aunque real y doloroso, no es un castigo divino. Es un obstáculo que se opone al impulso creador que sostiene la vida. Es aquello que Dios no quiere, y cuya superación Él mismo impulsa, apoyando e inspirando nuestros esfuerzos.


La salvación en Jesucristo no es un precio que debamos pagar a un Dios airado. Todo lo contrario: es el fruto de una lucha amorosa que Dios ha sostenido a lo largo de toda la historia, en contra de nuestros límites inevitables y nuestras resistencias culpables. Su único fin: darnos a conocer su amor y hacernos capaces de acoger su ayuda.


Esto está en sintonía con lo que dice el teólogo Juan Baltasar, autor de El amor es digno de fe. Él afirma que la acción cristiana es, ante todo, una respuesta secundaria a la acción primaria de Dios en nosotros. Si Dios te ha perdonado toda culpa, ¿no tendrás tú también misericordia para perdonar a tu hermano?


Eso es el cristianismo: acoger el amor fiel y misericordioso de Dios en nuestras vidas, y luego tratar a los demás como Él nos ha tratado.


San Agustín lo expresó así: Ama y haz lo que quieras. Quizás le faltó una premisa: déjate amar por Dios. Y de eso sabe bien nuestro Papa León XIV, quien es agustino. Él mismo recuerda otra frase de San Agustín: A Dios se llega amando.


Benedicto XVI, en sus encíclicas, nos llamó a considerar el amor como una categoría posible no sólo en el matrimonio, la familia o la vida religiosa, sino también en la política y en la economía. Recordemos sus palabras: “Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros”. Pero Dios se vale de mediaciones humanas, concretas, como ustedes, si se comprometen con un humanismo cristiano que se construye desde el amor.


El Papa Francisco nos enseñó a relativizar lo no esencial, a detener la depredación del mundo natural, y a construir fraternidad y amistad social, comenzando por integrar a los últimos. Y ahora, el Papa León nos invita al desarme interior: a desarmar toda capacidad de violencia, a construir la paz desde la justicia, la unidad de todo el género humano y la reforma permanente de la Iglesia.


Estamos llamados a trabajar en esa dirección. Como decía San Irineo de León, Padre de la Iglesia del siglo III: “Cuando Dios trabaja, el hombre suda”. No lo olvidemos.

Me pregunto: ¿no vamos a trabajar y a sudar por hacer del Evangelio una vida plena para todas las familias? ¿Y hacerlo con inteligencia, con audacia, lejos de la mediocridad y de las cajas autoreferenciales?


Yo creo que sí podemos aceptar ese reto. Y como pastor, creo que debemos aceptarlo. Los invito también a ustedes, Red Familia, a hacerlo con esperanza.

María Santísima, Nuestra Amada y Preciosa, nos acompañe para que así sea.

 
 
 

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